
Un fenómeno social, emocional y neurológico que puede prevenirse si sabemos detectarlo a tiempo.
El bullying ya no puede considerarse un “conflicto escolar” ni un simple problema de disciplina, debido que en la actualidad también podemos encontrarlo en las empresas, lo conocemos como acoso laboral (mobbing).
Hoy sabemos, gracias a estudios en neurociencia y psiquiatría, que el acoso sistemático deja huellas medibles en el cerebro, altera la química cerebral, deteriora la regulación emocional y aumenta significativamente el riesgo de ansiedad, depresión, autolesiones y trastornos del desarrollo socioafectivo. A nivel laboral la exposición reiterada a humillaciones, amenazas veladas (gaslighting), desprecio o exclusión, también activa de forma persistente el eje hipotálamo–hipófisis–adrenal (HHA), responsable de la respuesta al estrés observable en el bullying.
Lo ocurrido recientemente (fallecimiento de una menor) pone en evidencia una realidad dolorosa: el bullying es un riesgo letal, no metafórico. Lejos de ser un “juego de niños”, se ha convertido en una emergencia de salud pública. Este fenómeno rompe familias, afecta el desempeño académico, deteriora la salud mental de docentes y daña profundamente la confianza de los niños en el mundo que los rodea. Lo más alarmante: muchos casos pueden detectarse —y evitarse— si conocemos sus señales y sus causas.
¿Qué es realmente el bullying?
La investigación actual define el bullying como una conducta:
Puede ser:
Cuando estos patrones se mantienen semanas o meses, el individuo deja de estar “solo triste”: entra en un estado de estrés crónico con impacto neurobiológico real.
¿Cómo se ve el bullying en la vida real? Señales para no ignorar
Las víctimas: niños y adolescentes con alguna diferencia visible (peso, apariencia física, discapacidad, acento, origen nacional o étnico).
Los agresores: presenta trastornos conductuales y problemas de regulación emocional debido a entornos familiares con violencia, maltrato o modelos autoritarios que le fomentan una búsqueda patológica de poder y dominación para compensar sus sentimientos de inferioridad. Presentando:
No se trata de “niños malos”, sino de jóvenes cuyos patrones de conducta se han desviado en un entorno que no les educó en empatía ni les puso límites claros.
En el grupo:

El bullying desorganiza a la familia: los padres pueden sentir culpa (“¿qué no vi?”), rabia (“¿por qué el colegio no hizo nada?”) y una mezcla de angustia e impotencia que afecta el clima del hogar.
En la escuela, el impacto va más allá del niño afectado:
A largo plazo, la investigación demuestra que quienes fueron víctimas de bullying tienen mayor riesgo de:
El bullying, si no se aborda, cruza etapas: de la escuela al trabajo, de la infancia a la vida adulta.
¿Qué pueden hacer familia y escuela ahora mismo?
Consultar con psiquiatría permite evaluar si él afectado por el bullying presenta síntomas de depresión, ansiedad o trauma y diseñar un plan integral:
El bullying, como conducta, no es un diagnóstico psiquiátrico. Pero sus consecuencias sí dan lugar a patologías reconocidas:
La Organización Mundial de la Salud (2025) recuerda que uno de cada siete adolescentes de 10–19 años padece un trastorno mental, y el suicidio es la tercera causa de muerte entre los 15 y 29 años.
El bullying no es una etapa que “se supera solo”. Es un factor de riesgo potente para trastornos mentales serios, para el fracaso escolar y para la ruptura de proyectos de vida. Pero también es una oportunidad: la de construir escuelas más humanas, familias más conscientes y comunidades que no normalicen la humillación.
Buscar ayuda profesional no es exagerar; es proteger el cerebro, la dignidad y el futuro de nuestros hijos. La salud mental es para todos, y empieza por reconocer que ningún niño debe ir a clase con miedo.